Me llamo Koldo y nací el 23 de abril de 1981. Mi padre dice que vine al mundo en el mismo momento en que Zamora metía el gol que nos daba la primera Liga. Y que él, que estaba en Gijón fue el que más fuerte cantó el gol, porque tenía doble motivo.
Dice que intentó por todos los medios llamarme Jesús Mari, como el mítico Zamora, pero mi madre, más sensata no le dejó. Por eso me llamo Koldo.
Mi padre me contaba esa historia siempre que me veía triste porque la Real había vuelto a perder, y mi madre le sonreía con ese gesto de complicidad, que podía dar a entender que cubría una mentira piadosa. Nunca quise investigar la hora exacta de mi nacimiento. Era el chico más afortunado de todo Donosti, por qué iba a dudarlo.
Todos los días, desde que tengo uso de razón desayunaba encima de aquella bandeja de la Real campeona. Colocaba mi Cola Cao encima de la cara de Zamora y las galletas donde la gente alborozada celebraba el gol más importante de la historia de la Real, mientras a mí, me daba por nacer.
Mi padre me señalaba a un señor con la cara tapada en aquella mítica bandeja , entre toda la afición desplazada a tierras asturianas, y me decía que era él, y luego me contaba montones de historias increíbles sobre el viaje más maravilloso que según él decía había hecho en su vida. Y yo me tomaba el Cola Cao sobre el momento más increíble de la historia realista.
Soy socio desde que nací gracias a mi padre. La segunda Liga la viví en sus brazos. Dice que con la euforia me lanzó hacia arriba y casi me caigo sobre las gradas del viejo Atotxa.
Con 6 años me llevó a Zaragoza, a ver nuestra primera final de Copa, de esa sí me acuerdo. Me acuerdo de ver los penaltis sólo, porque mi padre, preso de los nervios, se había marchado al baño porque no podía verlos. Recuerdo que cuando Arconada paró su penalti un estallido de júbilo entre los miles de realistas desplazados me hizo sentir algo que pensé que no volvería a pasarme. Mi padre apareció unos minutos después llorando. Lloraba de alegría, que como él me dijo, también se puede.
Compartimos asientos en Atotxa viviendo grandes noches europeas, cada cumpleaños el me regalaba una camiseta de la Real, y así fueron pasando los años. Llegó Anoeta y seguimos fieles a nuestros colores y juntos acudíamos al estadio, yo con mi camiseta y él con aquella bufanda que llevó a Gijón y sabía de la veracidad de todas sus historias.
Vivimos el 5-0 al Athletic que nunca olvidaré, y llegó aquel partido en Vigo donde volvíamos a jugarnos la Liga. Por fin iba a escribir mi propia historia sobre otra bandeja de campeones donde desayunarían mis hijos cuando los tuviera. Pero aquella historia no traía un final feliz. Vi a mi padre y a toda una grada llorar como lloran los valientes. Con la cara despejada y la cabeza alta. Mi padre me dijo que eran lágrimas de orgullo. Yo no lloré. Me sentía orgulloso de aquel equipo que había intentado cambiar el cuento, y sobre todo de toda esa gente que creyó que los sueños a veces se cumplen.
Y llegaron las malas temporadas, la lucha por no bajar y el año del descenso.
Aquel año viajé con mi padre a Valencia, casi estábamos desahuciados, pero nos negábamos a creer que nos podía pasar a nosotros, esas cosas les pasan a otros, no a los que desayunamos sobre la bandeja de campeones. Y bajamos. Y volvió a llorar mi padre junto con todos los que nos desplazamos a aquel viaje al infierno. Pero no lloró como en Gijón, no eran las lágrimas de Zaragoza, ni siquiera aquel llanto de Vigo. Eran las lágrimas de la derrota. Las lagrimas de frustración.
Yo no pude más. No lo soporté. Y rompí mi carnet de socio, colgué la bandeja en un armario y volví a desayunar sobre el mantel a cuadros. No hice caso de lo que me contaba mi padre, no quise escuchar más cuentos. Me quité de la Real, como si se pudiera hacer algo así.
El primer partido en Segunda, mi padre salió solo de casa con su bufanda de Gijón. Yo por otro lado me fui a dar un paseo para evadirme de todo. A quién le importa lo que haga la Real. Pero mi cuerpo me llevó hasta las inmediaciones del estadio y desde fuera vi a la gente entrar, vi a mi padre triste y solo entrar también y me sentí mal. Como el capitán que en cuanto entra un poquito de agua abandona el barco.
Durante aquel partido di vueltas sobre el campo de fútbol y según escuchaba el rugir de la gente me imaginaba lo que pasaba dentro. Y comprendí que uno no se puede quitar nunca de esto. Al día siguiente fui a las oficinas de la Real a explicarles que mi perro había roto mi carnet, y volví a ocupar mi sitio junto a mi padre todas las semanas.
Todavía nos quedaba llorar en Vitoria, pero al fin, después de celebrar el Centenario de nuestra Real llegó el año del ascenso. Y llegó el partido contra el Celta; había que ganar. Aquel día fui yo solo. Mi padre peleaba contra una terrible enfermedad en un hospital cercano al estadio y me dio su bufanda de Gijón para que nos diera suerte.
Doble suerte. Aquel día ascendimos y nació mi hijo. Por la tarde fui a contarle todas esas buenas noticias. Estaba en aquella cama resistiendo, como si no quisiera morirse con la Real en Segunda. Le conté que habíamos ganado, y que cuando metió el primer gol Xabi Prieto en ese instante nacía su primer nieto, que por eso le habíamos puesto de nombre Xabi, que la historia siempre se repite. Sonrió, me miró con los mismos ojos que le miraba yo cuando era pequeño, aquellos que decían cuéntame lo que quieras que me lo voy a creer, y se fue para siempre. Y aquella tarde lloré.
No le conté que sabía que yo había nacido unas horas antes del gol de Zamora, que sabía que él no fue al partido más importante de la historia del Club por verme nacer, y tampoco le conté que su nieto nació aquella mañana del día del ascenso y que yo tampoco pude ver aquel partido, lo que sí es verdad es que la historia siempre se repite.
Hoy en día mi hijo toma sus papillas sobre la bandeja de campeones y todos los domingos vamos a ver a la Real, yo con la bufanda de Gijón y él en mis brazos con su camiseta de Xabi Prieto. Y siempre que se ponga triste porque pierda la Real, le contaré la historia de que el día que nació, a la misma hora la Real subía a los cielos, y que el señor de la cara tapada en la bandeja de campeones era su abuelo.
-Homi-
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