“Sólo es fútbol, tranquilo”, me
comentaron ayer. ¿Sólo es fútbol?, respondí. No. Ni mucho menos. Es la Real. Un
sentimiento. Una pasión. Algo sin lo que yo no entendería la vida. Y, como yo,
muchos otros. Por primera vez desde que tengo uso de razón –lo dice uno al que
su aitona le hizo socio el mismísimo día en el que nació- me siento avergonzado
de unos colores, de un equipo, de un club. No hay derecho. Sobran los
adjetivos. Los hemos leído y oído a lo largo de estas aciagas y eternas horas
tanto en periódicos, como radios o televisiones. Para mí fue como un rejón
mortal. Me marché hundido a la cama, apenas concilié el sueño y sigo sin
levantar cabeza. Estoy convencido de que le pasó lo mismo a mucha gente. Fue
imperdonable. No tiene justificación ninguna. Tampoco excusas ni paños
calientes. Una vergüenza, un sainete, un esperpento al alcance de muy pocos.
Una película protagonizada por unos actores secundarios, de medio pelo, que,
desde luego, no merecen lucir la camiseta que visten ni portar en su pecho el
sagrado escudo de la Real. Deberían rodar cabezas. Lo que pasó es inconcebible.
Qué blandura. Qué actitud. Qué aptitud. Qué mentalidad. Lamentable.
No se salva
nadie. Ojo. Los futbolistas son los máximos culpables. Pero Montanier no puede
marcharse de rositas. La hecatombe se veía venir. Con el 3-1 la diarrea era tal
que tenía que haber hecho algo, algún cambio que hiciera las veces de dodotis,
porque el equipo se iba por las patas para abajo. Ni siquiera lo hizo en el
descanso. Cuando movió ficha ya nos habían caído seis. De locos. Y voy a decir
más. Un entrenador también tiene que trabajar la mentalidad del grupo, su
carácter. En el día a día debe actuar casi como un psicólogo para que el
conjunto se mantenga unido y fuerte. Es evidente que, en ese aspecto, se han
perdido muchos puntos con el cambio de Lasarte a Montanier. El uruguayo hubiera
entrado al campo y se hubiera comido a más de uno. El normando mantuvo la
compostura sin apenas inquietarse. Incomprensible.
De sobra conocíamos
que la principal debilidad de este equipo era la mentalidad. No existe un
líder, nadie capaz de pegar dos gritos y soliviantar a las tropas. Y al mínimo
contratiempo se hunden. La dejadez, la endeblez mostrada viendo caer un
txitxarro tras otro… No puede ser. No se puede permitir. ¿Dónde está el
orgullo? Te están pisoteando, estás haciendo un ridículo histórico, vas a
quedar marcado para siempre y ni pestañeas. ¿Qué tienen, horchata en las venas?
Por favor. Este tipo de episodios lo que dejan claro es que, seguramente, el
problema vaya más allá y pensemos, de forma equivocada, que tenemos mejor
plantilla de la que, en realidad, tenemos.
Ayer, circulando
en moto, observé a un niño vestido con la camiseta txuri urdin. Bendita
inocencia. Admito que me había ilusionado con la Copa. Hay que ser imbécil.
Craso error. Una y no más. Ya son demasiados golpes. Estoy cansado. Muy
cansado. Sigo estupefacto. Sigo avergonzado. Semejante insulto a la afición no
puede quedar impune. Penoso.
¡Ni
una sola amarilla!
Un dato
desgarrador. Sangrante. La Real se marchó del Iberostar Estadio sin ver ni una
sola cartulina amarilla. Clara señal de que a este equipo le falta raza, le
falta orgullo para rebelarse frente a las agresiones de los rivales. Es
incomprensible que te estén arrollando y que ni siquiera hagas ademán de
rebelarte. Que alguien parara el partido con una falta bien hecha, dejando
señal, gritando que siguen ahí y que no les van a chulear. Ni medio gramo de
testiculina. Insólito.
Todavía querrán convencernos de que van a ir a Mestalla
y van a ser capaces de ganar hoy al Valencia. ¡Venga ya!
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